lunes, 31 de mayo de 2004

De la necesidad de convertir o exorcisar a las estrellas

James Blish (1921-1975): Un Caso de Conciencia (A Case of Conscience, 1958, Premio Hugo 1959)
Esta novela es tierra fértil para la misantropía, muy a tono con la mayor parte de la ciencia ficción que he leído y con el estado de ánimo que me domina. Litina es un planeta a 50 millones de años luz de la Tierra de 2050, Año Santo. Cuatro científicos han sido enviados en 2049 para estimar la conveniencia del planeta al trato con los humanos y, aunque todo esto se nos revela en términos técnicos, Blish hace claro que la avidez y la codicia están detrás de la misión. El biólogo, un jesuita, termina por atribuir a los litinos (una especie de reptiles de tres metros de alto), debido a la vida equitativa, racional, justa, serena y atea que llevan, una naturaleza demoniaca. No se apresuren: el padre Ramón es un hombre mesurado, culto y brillante, pero allí le conducen los laberintos de los dogmas de la religión bárbara que profesa. El a veces indescifrable e impredecible padre Ramón, oriundo de Perú, acepta sin embargo regresar a la Tierra con un regalo insólito, y más tarde veremos, inocentemente cruel: encerrado en el agua marítima de una ánfora de cerámica el primer hijo, el huevo fecundado, de un nativo. La candidez de los litinos no les permite sospechar lo bestia absurda y perversa que es el humano, pues ni la mentira (como para los yahoos de Swift) no hace parte de su naturaleza.
La abyección humana, que en principio sólo se nos manifiesta en el físico de la misión, Cleaver, quien se obsesiona con convertir a Litina en una base de ensamblaje de armas termonucleares, luego se hace omnipresente. Pero medio de las bajezas humanas, la desgracia del litano obligado a crecer entre humanos, Egtverchi, nos conmueve: su sensibilidad y su racionalidad no se desarrollan adecuadamente al carecer de contexto social adecuado, y termina por convertirse en un problema para el orden existente, el cual compele a la mayoría de humanos a vivir bajo la superficie por no desperdiciar las enormes urbes suberráneas construídas en la época de la paranoia nuclear. El pecado original, la desesperación de la conciencia, termina por desolar a esta criatura concebida a 50 millones de años luz de la Tierra.
Sin melodramas, con personajes bien estructurados y a veces intempestivos, con una casi fría precisión, se nos construye una tragedia. Y se nos recrea nuestra tragedia. Es una novela sin concesiones: no hay historias de amor, no hay causas nobles, no hay héroes y la única inocencia, como debe ser, no es humana. Y cómo lo demuestran los niños, postrados ante los televisores, como lo saben los justos, como lo manifiesta la exterminación de las demás especies de este planeta, la ausencia de teleologías, la inocencia, es una marca que identifica a las víctimas. El demonio, padre, somos nosotros. Somos el pecado imprevisto de la evolución ciega.

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