martes, 16 de enero de 2007

Un jardín que no arde en llamas

Andrea Ashworth (1969- ): Once in a house on fire

Es tan unánime el elogio a esta novela autobiográfica que tengo esa incómoda sensación, y presión, de no estar viendo algo evidente, de carecer de la sensibilidad, la cultura o la inteligencia para sentirlo y entenderlo. Y sí, es un relato muy bien construído, impecable, intenso. Ashworth es una cuidadosa artesana de la palabra. De esa misma palabra escrita que le ayudó a sobrevivir, hermosa, su oscura infancia que relata.
¿Y? ¿Entonces? Bueno, el problema está en que a lo largo de ese recorrido el fondo es el mismo: el padrasto abusivo y la madre imbécil que soporta. El ciclo insistente de la ruptura y la reconciliación. Y no pasa nada nuevo, todo se hace predecible aunque algo en uno espere que algo suceda. No tendría que suceder nada en ese orden inalterable de la estupidez humana, de esa aberración hormonal que nos empuja al ese otro que nos pisotea. Pero debería suceder algo en medio de tanta pincelada impecable. Algo no debería salir indemne. Pero sale.
Yo todavía me estremezco cuando recuerdo la experiencia de leer a Faulkner. A Conrad. A Yoshimoto. La experiencia estética de la revelación. Por eso mismo me hastiaba García, el Márquez, por tanta palabra tan bien puesta sin acontecimiento. Sin dolor hermoso, sin lágrimas de felicidad o puteada de dicha. Y, bueno, quizás haya algo analfabeto o insensible que no me dejó leer eso en esa casa en llamas. O quién sabe, va, y sencillamente se trata de algo intermedio entre poder percibir y las predilecciones que nos definen: yo veo un jardín (donde sí, hay pareja repulsiva que se golpea) donde otros ven... ¿qué ven? Y a mí, a mí me gustan los páramos y las selvas... una playa de piedras y cuando baja la marea.