domingo, 27 de febrero de 2005

de los reales posibles

Tony Bui: Three Seasons (1999)
Cuatro historias entretejen distintos matices de lo posible y nos llevan por el mundo regular de las ambiciones cotidianas. Es un relato, por lo mismo, de la fragilidad: somos frágiles porque nos aferramos a nuestros sueños y al ámbito de lo que poseemos. Pero ninguna de las cuatro historias repite fielmente ninguna variación de este tema.
¿Qué ser más transparente y carente de ambiciones que la cultivadora de lotos? Ella carece de fragilidades porque no se aferra a nada, es inequívoco instrumento de la belleza que toma sus dedos, que toma su voz y se despliega. Ella se vuelve pretexto para el reencuentro consigo mismo del leproso, un sí mismo encubierto por las llagas, el remoridimiento y la mutilación... todas criaturas del tiempo. A través de la voz y las manos de la niña vuelve el leproso a su pureza, a la comunión con su más íntimo recogimiento (aquel que se extiende sobre el mundo) y las palabras que testimonian los recorridos de su dolor.
La escena de los lotos del leproso que regresan a las voces y las aguas de su infancia conmueve e ilumina: qué vehículo más transparente elige el tiempo en la niña para cifrar la inmutable belleza de un canto y unas aguas, de una infancia sepultada bajo lepra.
Las demás historias reconcilian nuestra cotidianidad con las posibilidades de nuestras pertenencias y nuestras ambiciones. La caja impuesta puede ser un pretexto para todas las cajas que cargamos. Pero el niño es niño sin la caja. Se entrega a sus charcos y al juego, a las delicadas ternezas de una amiga sombra. Pero nosotros, qué seríamos sin nuestras cajas?
El gringo es un caso patético de una pretendida sublimación que refleja todo el ego que trata de remediarse a sí mismo a través de los otros. Centrado en sí mismo, solo mira las calles, ajeno a la realidad que demanda su tal altruísmo, embriagando al niño y sintiéndose ajeno a la angustia de éste.
La historia del hombre del cyclo es una aventura que rompe las armaduras en pos del amor puro. Ése que habita bajo la piel de una puta, belleza y amor que ella no quiere ver y que él le descubre, en una inocencia irreal, absurda, de la que todos nos hacemos cómplices para creerla, para pretender que es posible... Es la más absurda de las historias, porque en ella nos descubrimos. Y por eso la aceptamos. Y recibimos las flores que caen.
[escrito en Brighton, 2000 o 2001]

viernes, 25 de febrero de 2005

cuando vengas

voy a pintarte de niebla
de pájaros
del olor que tiene la selva
voy a bautizarte del nombre
que cantan los grillos
que lleva el jaguar en su mirada
voy a abrazarte de mundo
voy a dejar que me enseñes a jugar con los mohanes
con las sombras
con el agua
quiero embrigarme de tus historias
de tus viajes por la vía láctea
y que me pintes de cielo
de luna
quiero que rías todos los días
quiero acariciarte las lágrimas
y que todo sea vos
cuando vengas

y que luego
cuando te vayas
quede cerrado el círculo
y me llevés en tu corazón
cuando lata.

domingo, 20 de febrero de 2005

"... y luego la hora de después y la siguiente."

Michael Cunningham: Las Horas (The Hours, 1998; Premios Pulitzer y PEN/Faulkner 1999)
Leí temiendo las lágrimas. Las que me congestionaron viendo la sobria y sensible adaptación de Stephen Daldry en cine. Pero no llegaron. Pero la felicidad, la plenitud de sentir una obra de arte viva en los sentidos, llegó. Aún me sorprende cómo con los mismos personajes y circunstancias pudieron construirse dos historias apenas leve, pero suficientemente distintas. Allí donde acaricia el libro de Cunningham la película de Daldry desgarra. Creo que la base esencial de las diferencias se haya en la presencia de la muerte, que en el libro llega a la señora Brown como una revelación liberadora, y en la película se impone como una angustia. El principal logro de Cunningham está en el recorrido por un universo de suave exuberancia femenina en su plenitud física y emocional, en su sexualidad sutil y profunda, en donde la presencia inmanente de la muerte es femenina así su víctima sea un hombre, por la forma en que la muerte parte del principio femenino del parir, del vínculo, de la trascendencia profunda de la cotidianidad que congrega y da continuidad feroz y despidada, y compasiva, al mundo. Esas cosas que solo la fuerza de una mujer puede invocar, con su lubricidad maternal y animal. Esas cosas que sólo la ausencia de una mujer puede quitar. Qué es una mujer sin ese mundo impuesto de madre y consorte? Sin que ella medie entre los objetos y la necesidad, sin que ella dé orden al mundo? Qué fue de Laura Brown cuando rompió con el mundo? Un abismo, acaso como ese mar que fue Virginia Woolf, que quiso entender sus costas, sus acantilados, su profundidad, sus criaturas. Ese mar que un día se puede dejar de ser, se toma una piedra, se pone en el abrigo y el mar se deshace en la oscuridad. La plenitud se congrega a sí misma. Un hombre, como Richard, no tiene ese principio vital, sólo su ausencia, y la muerte no es sino acallar ese vacío, esa plenitud que jamás se pudo abarcar. Y ambas, plenitud o ausencia inabarcables, dejan escuchar las horas de la fe de la desesperanza, las horas que prolongan la agonía del primer instante en que se supo ver y entender... las horas, las horas, las horas.

domingo, 6 de febrero de 2005

Un western de samurais

Kurosawa: Yojimbo (1961)
Es elemental el encanto de un western: el amor, el bien, el mal, el bien dueño de sí mismo, de su vocación, de su terquedad, el mal víctima de su oscuridad, de su caída, de su codicia. En la película de Kurosawa un ronin entra el simple laberinto de dos facciones de bandidos que salpican de imbecilidad y muerte un pequeño pueblo. El héroe juega con la estupidez y la codicia primitiva de los malos, cae víctima apaleada de su conmiseración por el mejor representante del patetismo en la película pero regresa para el recordarnos el valor depreciado y enorme de su dignidad. No habría héroes en las películas si los villanos dejaran de titubear cuando tienen la oportunidad de deshacerse de aquellos. Así, los héroes, siguen siendo posibles y también nuestra breve ilusión cinematográfica de que esa justicia es posible.
Kurosawa y Mifune hacen posible y tangible la belleza. Y la ilusión. Y la dramática y alegre felicidad de una película sobre un hombre sin nombre que algunos quisiéramos ser.