domingo, 20 de febrero de 2005

"... y luego la hora de después y la siguiente."

Michael Cunningham: Las Horas (The Hours, 1998; Premios Pulitzer y PEN/Faulkner 1999)
Leí temiendo las lágrimas. Las que me congestionaron viendo la sobria y sensible adaptación de Stephen Daldry en cine. Pero no llegaron. Pero la felicidad, la plenitud de sentir una obra de arte viva en los sentidos, llegó. Aún me sorprende cómo con los mismos personajes y circunstancias pudieron construirse dos historias apenas leve, pero suficientemente distintas. Allí donde acaricia el libro de Cunningham la película de Daldry desgarra. Creo que la base esencial de las diferencias se haya en la presencia de la muerte, que en el libro llega a la señora Brown como una revelación liberadora, y en la película se impone como una angustia. El principal logro de Cunningham está en el recorrido por un universo de suave exuberancia femenina en su plenitud física y emocional, en su sexualidad sutil y profunda, en donde la presencia inmanente de la muerte es femenina así su víctima sea un hombre, por la forma en que la muerte parte del principio femenino del parir, del vínculo, de la trascendencia profunda de la cotidianidad que congrega y da continuidad feroz y despidada, y compasiva, al mundo. Esas cosas que solo la fuerza de una mujer puede invocar, con su lubricidad maternal y animal. Esas cosas que sólo la ausencia de una mujer puede quitar. Qué es una mujer sin ese mundo impuesto de madre y consorte? Sin que ella medie entre los objetos y la necesidad, sin que ella dé orden al mundo? Qué fue de Laura Brown cuando rompió con el mundo? Un abismo, acaso como ese mar que fue Virginia Woolf, que quiso entender sus costas, sus acantilados, su profundidad, sus criaturas. Ese mar que un día se puede dejar de ser, se toma una piedra, se pone en el abrigo y el mar se deshace en la oscuridad. La plenitud se congrega a sí misma. Un hombre, como Richard, no tiene ese principio vital, sólo su ausencia, y la muerte no es sino acallar ese vacío, esa plenitud que jamás se pudo abarcar. Y ambas, plenitud o ausencia inabarcables, dejan escuchar las horas de la fe de la desesperanza, las horas que prolongan la agonía del primer instante en que se supo ver y entender... las horas, las horas, las horas.

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