martes, 20 de septiembre de 2005

Identidad, Biología y lo Sagrado (1)

Primero, les voy a contar una historia:

El Padre Primero de los guaraníes se irguió en la oscuridad, iluminado por los reflejos de su propio corazón, y creó las llamas y la tenue neblina. Creó el amor y no había a quién dárselo. Creó el lenguaje y no había quién lo escuchara. Entonces, encomendó a las divinidades que construyeran el mundo y se hicieran cargo del fuego, la niebla, la lluvia y el viento. Y les entregó la música y las palabras del himno sagrado, para que dieran vida a las mujeres y a los hombres. Así, el amor se hizo comunión, el lenguaje cobró vida y el Padre Primero redimió su soledad. Él acompaña a las mujeres y a los hombres que caminan y cantan... (2)

Nuestras palabras nombran el mundo, un mapa de sonidos y símbolos que cifran las tempestades, las montañas, la ternura y la piedad, el horror y la infamia. Con las palabras los humanos cantamos los seres y las cosas y cómo estos entre sí se enredan, se matan, se aman.
Y es tal la magia de las palabras que más que nombrar, materializan, propician, invocan, crean. La palabra está viva. Los U'wa desde el principio de los tiempos recibieron de Sira el encargo de cuidar del corazón del mundo. Desde entonces, en esa tierra sagrada los U'wa cantan y su voz sostiene al mundo.
Según algunos científicos, el lenguaje es un instinto humano. La palabra tiene tanto de heredado en nuestros genes como de construido en interacción con nuestros semejantes. Desde hace algunas decenas de miles de años cada humano nace con reglas inconscientes de sintaxis, morfología y fonética que se adecuan al idioma particular de crianza, de forma tal que sus fundamentos gramaticales se dominan ya a los tres años de edad. Y aún en el silencio los sordos pueden elaborar una gramática de gestos tan compleja como cualquiera, independiente de las particularidades de aquella del idioma hablado en que están inmersos (3). La palabra sale porque sale. Pero sólo sale si estamos con otros.
Porque la palabra sólo tiene sentido si están los otros para escucharla, comprenderla, sentirla. Sólo porque somos animales sociales fue evolucionando el lenguaje en nosotros. La preeminencia y complejidad en nuestra especie nos señala un destino común y una responsabilidad profunda. La palabra existe porque necesitamos de nuestros semejantes y del universo.
Pero la voz humana no es la única que se escucha en el mundo. Algo bello de las cosmologías indígenas es que lo que existe ha venido a existir mediante la participación de otros seres, mortales e inmortales, y no sólo como designio exclusivo, absoluto, de un dios. En estas cosmologías los seres y las fuerzas de la naturaleza participan con su acción y su lenguaje de la formación del mundo.
El lenguaje, en esta representación del mundo, es atributo de la vida misma, es manifestación de la vida múltiple y diversa, y está disperso entre los seres y las cosas del mundo, que andan contándose sus historias. Y esas otras voces aún las escuchan los indios.
Los biólogos también saben, cuando saben acomodarse la cabeza, que la vida anda hablando. Cuenta historias de ancestros, cuentas dichas y desdichas cotidianas, busca complicidades, declara desavenencias, engaña, seduce, señala la muerte. Pero no ando hablando de interpretaciones, hablo de lo que los demás seres y sus partes se hablan entre sí, la ballena a la ballena, la bacteria a la bacteria, el árbol al gusano, el antígeno al anticuerpo, la neurona al músculo, la luciérnaga al luciérnago, todos lenguajes alucinantes y complejos. Pero los biólogos sólo buscan información que puedan cuantificar, no suelen escuchar lo que escuchan los indios.
Hablando, la vida va construyendo identidades. Muchos estamos pensando que en los diferentes niveles de organización biológica lo que existen son distintas identidades biológicas que vienen a ser no reales en sí mismas, sino propiedades emergentes que resultan de los procesos entre sus partes (4). Expliquemos estos despacio, con el ejemplo de nuestra identidad autoconsciente, eso que queremos decir cuando decimos YO.
Resulta que un bebé al nacer no tiene yo, es decir que no tiene consciencia de sí mismo. No sabe atribuir a entes distintos la teta y la boca que mama, todo su entorno es un continuo, heterogéneo, pero continuo. Lo hermoso es que el proceso de formación del yo, de la consciencia de sí mismo, depende del amor, del afecto entre la madre y el bebé, de una relación, de una interacción. Los comienzos de nuestro yo y de nuestra capacidad de comunicarnos con los demás, están en el innato arte de mamar.
Los bebés humanos maman en ciclos de cuatro a diez succiones con pausas, a diferencia de los demás mamíferos, que no presentan ciclos de succión. En las pausas las madres reaccionan instintivamente meciéndolos y cuando dejan de hacerlo el bebé vuelve a mamar. Pero los bebés responden mejor a los mecimientos cortos, así que las madres al poco tiempo ya han reducido inconscientemente la mecedera a unos dos segundos. Esa fue la primera conversación de todos nosotros. A partir de ese rasgo característico de nuestra especie se establecen los turnos de interacción entre madre y bebé. Esta interacción va desarrollándose a medida que el bebé va aumentando su repertorio, y siempre que la mamá le habla al bebé lo hace como si éste conceptualizara más de lo que realmente puede. Le atribuye a sus gestos y balbuceos intenciones que realmente el bebé puede no tener. Pero eso está bien, muy bien, es el mecanismo que resultó de cientos de miles de años de evolución para enseñarnos a interactuar como individuos autoconscientes (5). Al actuar la madre como si el bebé dijera más de lo que dice, el bebé aprende a decir, a nombrar, a nombrarse, primero con la sonrisa y la mirada, luego con la mano, después con el balbuceo y finalmente con la palabra. Y nombrar es discriminar. A través de la relación con su madre, quien le va presentando el mundo, el bebé va discriminándolo, conceptualizándolo, nombrándolo. Comienza a hablar de algunas cosas con relación a sí mismo: quiero, dame, MÍO. Luego se contempla, se toca, se siente, y su sistema nervioso central procesa la información y la asimila como proveniente de parte de una unidad funcional hacia la cual convergen las sensaciones. Y ahí es donde uno dice YO.
Y aquí viene lo que a mí me parece más hermoso, y es que esa identidad cognitiva, ese yo, es un fenómeno operativo, es una propiedad que resulta de la interacción de todos los elementos del sistema, es un evento, un proceso, no es algo que exista puntualmente. O sea que uno no puede apuntar a un punto en el cerebro y decir ahí está la esencia que controla todo (6). Cuando decimos yo hablamos de algo que va a dejar de existir cuando el proceso biológico que origina esa identidad termine. Nuestro yo acaba cuando morimos.
Todo esto es psicología cognitiva, que para mí es una rama de la biología, porque tiene por objeto sistemas biológicos. Y, como les decía antes, de hecho algunos creemos que todas las identidades biológicas son como la identidad cognitiva, en el sentido en que se construyen a partir de relaciones. La unidad coherente que es cada sistema biológico resulta de los procesos de interacción y no de la simple acumulación de partes. Ninguna parte es más fundamental que otra. Como nuestro yo, esas identidades son virtuales (6).
A esas propiedades que están distribuidas en todo el sistema y que no se localizan puntualmente en ninguna parte de éste, se les llama emergentes. La molécula, la célula, el sistema, el tejido, las poblaciones, el microorganismo, la especie, el órgano, el ecosistema, son todas identidades distribuidas en la red subyacente de interacciones. Una parte de una identidad puede participar de otra. Y una identidad biológica puede pertenecer a una que abarca otras, creando una identidad más compleja, como cada uno de nosotros, que está hecho de multitudes de células, procesos, sistemas (6). Todo depende de la escala y de la perspectiva.
Y aquí ocurre otra cosa que a mí me parece hermosa, y es que en últimas, todo está conectado con todo, las identidades son evanescentes y fugaces y lo que persiste es el continuo. Toda cosa que vive en este planeta existe en relación a otra y que las discriminemos en función de determinados atributos y operaciones no quiere decir que esa discontinuidad exista. Es una convención. Lo que existe es el continuo, un continuo hecho de una danza de elementos que sólo importan cuando entran en contacto con otros. Un inspirado biólogo gringo dijo que la biología es una danza (7). La evolución es la historia de ese baile.
Creo que si tratara de explicarle todo esto a alguien de una cultura tradicional a muchas cosas me diría "Pues claro". Sólo que ellos lo cuentan distinto, con cantos y leyendas. Y aquí llego a lo sagrado. Lo sagrado surge, en cuanto a lo que tiene que ver con los humanos, de nuestra curiosidad. Algunos creemos que los humanos somos curiosos porque ese era un rasgo que aumentaba las posibilidades de aprender en nuestros antepasados primates. A los que más cosas sabían, si era relevante la información y si sabían usarla, les iba mejor (8). Esa capacidad de aprender fue aumentando en nuestro linaje homínido a medida que la corteza cerebral, allí donde razonamos y creamos, fue creciendo. A lo largo de la historia evolutiva que ha devenido en nosotros, la interacción del sistema límbico mamífero y de la corteza cerebral humana ha creado una sensación muy intensa y definitiva: el asombro. Vincent Van Gogh decía que cuando tenía necesidad de religión salía a la noche y pintaba las estrellas (9). El arte y la astronomía provienen del asombro.
Creo que la medida de nuestra dignidad depende de cuánto nos abismemos a aquello que nos asombra. Un griego, Teofrasto, decía que la superstición es cobardía ante lo divino (10). Pero hay muchos que andan diciendo por ahí que lo que no es ciencia es superstición. Mentira. Para ser religioso no hay que arrodillarse y orar. Sólo hay que respetar aquello que nos asombra, y hay que ser consecuentes con lo que respetamos, en nuestro ser y en nuestro hacer.
A veces imagino que un indígena miraba el colibrí y decía "tan asombroso que haya una cosa tan chiquita de pajarito, tan llena de sol, tan hermana de mí" y entonces descubría, construía una historia acerca del colibrí. Y lo respetaba, y lo amaba. Por eso mismo hay grupos indígenas que piden permiso cuando entran a un río, cuando andan el monte. Porque veneran, porque respetan, porque saben que su propia vida viene de ese río y ese monte que, siempre misteriosos y bellos, a su vez hacen parte de una vida más grande. Por eso los cantos de los U'wa no son superstición. No. Son su contacto pleno y absoluto con lo divino. La superstición es lo otro: miedo, arrogancia, agarrarnos a un yo que ni siquiera es real.
La dignidad de los U'wa es vivir lo sagrado y, si es necesario, morir por lo sagrado. Por eso yo les pregunto a los científicos que estudian el monte, a los biólogos que dicen entender mejor la selva y la vida, dónde esta su dignidad.
A mí me avergüenza la arrogancia de los que andan menospreciando otras formas de abismarse y la de ciertos científicos en particular, porque hacen quedar mal a otros más callados pero más dignos que hacen la ciencia como otros labran la tierra, moldean el barro, arreglan motocicletas (11), pintan girasoles o crean leyendas. Esos callados científicos que salen a buscar su religión en las estrellas, en el mar, en las moléculas, en la selva. Pero yo les diría también a ellos que su religión sólo tiene sentido si la comparten con los demás, no sólo con sus colegas en congresos y revistas, sino con el vigilante, con el vecino, con la tía, con cualquiera. Y no hablo sólo de la información, hablo de lo que sienten, de su asombro. El maestro de biología que más he querido me enseñó algo muy importante, me dijo que lo que a uno lo hace científico no es el conocimiento sino la actitud (12). La veneración, el respeto, lo sagrado.
Me monto a un bus y sé que la gente anda por ahí sin casi nada sagrado. Supersticiones muchas. Sagrado poco, y es que qué va a ser sagrado sentarse frente a un televisor, un reinado de belleza, un trabajo sólo por sobrevivir, una pinta, un trámite o una cuenta en un banco. Y entre esas cosas andan por las que a muchos les dan úlceras y por las que otros se matan. Detrás de la ventanilla del bus transcurre un atardecer y adentro un niño pregunta algo que no mamá no sabe responder, pero ellos no ven nada. No vemos nada.
Yo los invito a que abramos los ojos y la piel y busquemos lo sagrado en nuestras vidas. Anda por todas partes, acechando. Déjense agarrar. Recuerden la lección de las identidades emergentes que andan bailando la vida: somos parte de un continuo que agrupa a todo lo vivo, sólo tenemos sentido en nuestra relación con los demás, y eso del yo es una cosa fugaz, somos en realidad parte de un proceso planetario, global. Cuando comprendamos eso, como los U'wa lo han comprendido desde que Sira les dio el corazón del mundo para venerarlo y para amarlo con sus cantos, cuando encontremos lo sagrado, compartámoslo. En eso estará nuestra dignidad, nuestro coraje. Y coraje es una palabra bonita porque viene de la misma raíz latina de corazón. Sólo quien ama tiene valor (13). Esa es la enseñanza de los U'wa, su entrega de lo sagrado a sus hermanos menores. Ahora es nuestro turno de amar.

(1) Versión escrita de la ponencia presentada en el Foro Diversidad, Identidad y Progreso, Noviembre 26 y 27 de 1997, Universidad del Valle, Cali. Organizado por el Grupo de Trabajo Kwika.
(2) Eduardo Galeano: Memoria del Fuego: Los Nacimientos. Siglo XXI Editores, Bogotá. 1982.
(3) Steven Pinker: The Language Instinct. William Morrow and Co., New York. 1994.
(4) Francisco Varela: El yo emergente. Pp 196-208 en La Tercera Cultura. John Brockman (ed.). Tusquets Editores, Barcelona. 1996.
(5) Kenneth Kaye: La Vida Mental y Social del Bebé. Paidós, Barcelona. 1986.
(6) Varela, op. cit.
(7) Brian Goodwin: La biología es una danza. Pp 89-102 en La Tercera Cultura.
(8) Carl Sagan: Cosmos. Capítulo 11. Editorial Planeta, Barcelona.
(9) Vincent Van Gogh: Cartas a Theo. Barral/Labor, Barcelona. 1984.
(10) Citado por Sagan, op. cit.
(11) Pensando, claro, en Robert Pirsig: Zen and the Art of Motorcycle Maintenance. William Morrow, New York. 1974.
(12) Recordando, claro, al profesor Enrique Bravo.
(13) Pirsig, op. cit.