lunes, 28 de junio de 2004

London: morir de frío

Jack London (1876-1916): La Hoguera (To Build a Fire, 1910), Finis (1916)
London a veces no habitúa a esos relatos de abandono que culminan con la muerte o la agonía, a su manera asesinatos del, con el, en el frío. Estos dos cuentos estremecedores son algo más de lo mismo: dos maneras de morir en el frío.
En La Hoguera un hombre comete la necedad de salir solo a hacer un viaje de varios kilómetros, que le tomaría todo el día, en medio de una espantosa temperatura de -50ºC. Lo acompaña un perro que, como casi todos los animales de trabajo, no tiene ningún vínculo de afecto con el amo, no comprende el viaje y sólo ahnela un fuego o acostarse cubierto por la nieve. Poco a poco el hombre va descubriendo lo arduo y tenebroso del frío y lo ridículo de su arrogancia al menospreciarlo. A mitad del camino comienzan a aparecer trampas de agua ocultas bajo la nieve, pero son discernibles... casi todas. Cae en una en la que se hunde con rabia hasta las rodillas. Ahora tendrá que encender un fuego para calentarse las piernas. Luchando contra el frío lo logra, pero la nieve de unas ramas cae sobre el fuego. Ahora, con la manos casi congeladas por completo, tendrá que tratar de hacer una nueva hoguera.
En Finis un hombre hambriento y acosado por el escorbuto, a quien ya no le quedan sino menos de medio dólar en oro, residuos de tabaco, un poco de té y harina para galletas, decide acampar y atrincherarse a un lado del camino del Yukón para asesinar con su rifle a algún transeúnte y apoderarse del trineo, los perros y el dinero, que siente son suyos... y volver al sol. Pasan los días en medio del frío y la oscuridad y no pasa nadie. El mismo destino que lo ha demolido hasta el hambre y el dolor del escorbuto, se empeña en despreciarlo: pasan trineos cuando está dormido o poco después de retirarse, atormentado por el frío, del lugar desde donde acecha el camino. El día después de que se le acaba la harina, haciendo un esfuerzo entre las naúseas del agotamiento, caza un alce. No sólo sacia el hambre, sino que cambia su resolución: puede vender la carne y alejarse del infierno. Pero, mientras duerme, unos lobos hambrientos le dejan los huesos de lo que pudo haber sido. Pasan más días. Se obsesiona con el nombre de los días: por averigüar la fecha regresa a un caserío cercano, el mismo en que bebió un último trago antes de atrincherarse. Allí descubre que es nochebuena y que al amanecer van a partir de la posada tres viajeros que llevan de equipaje la vida que a él le pertenece. Parte y vuelve a su guarida para esperarlos. Le quedan siete tiros.
London, ese escritor sublime para la angustia y la desesperanza, le concede, a estos dos personajes atormentados, el vacío y la plenitud de no tener esa vocación dolorosa que a él mismo lo alucina y lo destaja (todo exorcismo es para huir de nos, espejismo): los despoja en principio de todo don de imaginación, los abandona a la aridez de cada instante consecutivo. Y lentamente, angustiosamente, los va entregando a la muerte. No hay mayor plenitud para un hombre (lleno de mierda o de vacío) que morir: congregarse y después despeñarse aferrado a sí mismo... y después, dormir tranquilo.

No hay comentarios.: