martes, 29 de marzo de 2005

Del Arte de Matar

Desde hace 45 mil años somos los mismos. Criaturas creadoras que más que vivirlo, imaginamos el mundo. Animales que tratamos de cifrar en palabras, conceptos, rituales y símbolos el horror, la belleza, el vértigo de existir y del universo. Mamíferos a quienes desconcierta la muerte, los únicos que sabemos que esa rigidez, que esa piel fría, que esa carne que se convierte en tierra nos anticipa y nos amenaza. Y entonces, exorcizamos la muerte.
En las pequeñas manadas que cazaban mamuts, esa muerte a exorcizar era la nuestra. Dios del trueno, protégeme de la muerte. Y matar al otro era reiterar la propia vida: mueres para que yo viva. Mas no sólo de carne de cadáveres vive el hombre. En su pequeñez y arrogancia se preguntaba por el cielo, por la luna, por la sangre, por el mar y siempre por la muerte. Era hábil para matar, pero hábil también era para danzar ante el viento, para dibujar antílopes en cavernas y símbolos en su cuerpo, hábil para hacer música de cortezas y maderos, hábil para entender los sueños y las propiedades de las plantas. Hábil para inventar dioses. Hábil para hacerse hábil, para hacerse un artista, alguien quien domina la danza o la música o el sentido de los sueños. O matar. El arte de la muerte. La habilidad para encontrar la ejecución perfecta. El valor de enfrentarse y burlar a la muerte.
De esa antigua estirpe es el toreo, el arte, la habilidad de matar a un animal que puede matarnos. De la estirpe del cazador, del valiente que acecha al jaguar en la noche, adivina el corazón y lo atraviesa.
Pero, ¿qué conciencia de muerte alienta esta habilidad, esta valentía? La conciencia de la propia muerte. Durante estos 45 mil años otras artes distintas han prosperado ampliando nuestra conciencia. Hemos profundizado en la habilidad de tratar de entender el mundo, de entendernos, de descifrar constelaciones y selvas, la habilidad de convertir sonidos en música (símbolo complejo de lo inefable), la habilidad de convertir trazos o colores en rastros de un mundo que nos atormenta. La habilidad de convertir la palabra en cosa viva. La habilidad de amar, de comprender que estamos hechos de lo demás.
Sí, toda habilidad puede ser arte. Que cada cual escoja su arte. Ahí están las corridas de toros para quien las quiera y las encuentre bellas. Pero de lo que ocurre en una plaza dos cosas son ciertas:
Primera. El toro, animal herbívoro, es torturado y asesinado con crueldad. Con crueldad porque sufre, porque es castigado con instrumentos brutales soportando un dolor que ninguno de ustedes soportaría y del cual se defiende para no soportar más. Con crueldad porque se le da muerte atravesándolo con una espada que le hace morir, en el mejor de los casos, ahogado en su propia sangre.
La segunda cosa cierta es que ahí está en juego nuestra conciencia, ese evento de nuestro cerebro que nos indica que somos un cuerpo que siente, sufre y piensa, que somos otro para los demás y que podemos atribuir emociones, sensaciones y pensamientos a esos demás que contemplamos y que nos contemplan. La facultad de entender el lugar que ocupamos en el mundo. Esa conciencia que por saber que de otros depende nuestra vida convertía en sagrada nuestra manada de cazadores, a nuestra familia, que fue convirtiendo en sagrados al suelo y a la lluvia, a los árboles y al cielo, al mar, a la tempestad y a todo, a esa Tierra que un día pudimos contemplar desde la Luna.
Esa conciencia que ha convertido en sagrado, en dignos de respeto árboles, ballenas, orquídeas, líquenes, elefantes, jaguares, porque ellos pertenecen al universo y su propia vida tiene un valor, no por nosotros, sino por ellos mismos. Un valor intrínseco.
Se necesita valentía para matar y desafiar la muerte. Pero esa es una valentía que asesina. Más valentía necesita la ternura. Más valentía necesitaron Van Gogh y Kafka para exorcizar sus demonios y dejarnos el hermoso abismo de su testimonio. Más valentía exigen ciertos abrazos. Más dignidad, habilidad y arte se necesitan para no violentar a nadie.
Y digo más porque sale de una conciencia que más profundamente abarca, compadece y ama.
Yo me pregunto de cuál valentía necesita más ahora el mundo.
Dejemos la estrecha simbología y los arcaicos rituales que celebran la muerte para quien los quiera.
Ojos de toro, animal que al contrario de nosotros no es consciente de que es uno para los otros. Pero nosotros sabemos: él es uno para nosotros. Ojos de toro, animal que sufre y que nos contempla.

Versión escrita de la ponencia presentada en el Panel La Fiesta de Toros, dentro del ciclo Arte y Violencia organizado por el Frente de Sensibilización Estética, Centro Clínica de lo Social, Universidad de San Buenaventura, Cali, Abril 20 de 1999.

No hay comentarios.: